«¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre»
(Sal 116)
Hace poco más de una semana que recibí la ordenación de manos del Cardenal don Antonio Cañizares. Después de una semana como consagrado ¿qué puedo decir? Pues sólo puedo decir: ¡Gracias, Señor!
Fue un consuelo muy grande el día anterior a la ordenación. Tuve, junto con el resto de seminaristas que recibían la ordenación, el “rito de incardinación”, por el cual quedábamos adscritos al servicio de la Iglesia y concretamente en la Iglesia que camina en Valencia. Allí, el Vicario General nos dio una catequesis en la cual nos consoló a todos sus palabras.
El tiempo de seminario es un tiempo de discernimiento, no por entrar en él ya vas a ser cura, sino que todo lo que vives desde que entras es tiempo de discernimiento; en el momento de la incardinación se acaba el tiempo de discernimiento, pues ya, tras haber pedido la ordenación a la Iglesia tiempo atrás, ella discierne, y si ve que tienes vocación te acoge e invita a recibir las órdenes. Es un consuelo pues ya no es solo algo que tú dices que sientes que Dios te llama, sino que la Iglesia ha discernido que hay una llamada en ti.
Días antes de la ordenación estaba muy tranquilo, pero la mañana de la ordenación estaba muy nervioso.
El regalo fue al llegar el momento de la imposición de manos. Yo no soy muy místico que digamos, pero en el momento en que el obispo me impuso las manos sentí mucha paz y pude disfrutar y vivir el resto de la ordenación y de ritos con mucha alegría y paz y dando gracias por cada cosa.
¿Qué me queda ahora? Pues este no es ni mucho menos el final de mi camino de fe, sino justo lo contrario, es el inicio de la misión que el Señor pensó para mí. ¿Dónde? Donde Él quiera. ¿Cuándo? Cuando Él quiera. ¿Cómo? Como Él quiera. Abierto a donde me quiera mandar.
Este año como diácono me destinan a la misma parroquia de pastoral en la que he estado durante dos años como seminarista, en la parroquia de san Francisco de Asís de Oliva. Es una alegría ya que conozco a la gente y puedo ya enfocar tanto mis palabras como las homilías.
Es algo que me viene grande pero que no depende de mis fuerzas y no soy yo el que actúa sino Cristo a través de mí (cf. Gal 2, 20).
Se me hace raro verme vestido de ‘clergyman’, se me hace raro pensar que estoy ya consagrado, se me hace raro ver que Dios a través de mis gestos y acciones está actuando, sobre todo cuando alguien me pide que le bendiga, y que no depende de mi estado emocional o espiritual, sino que Dios actúa por la obra que hago.
Respecto a lo de ir vestido con clergyman, es curioso ver cómo la gente te mira: unos atónitos, otros admirados, otros extrañados y otros con desprecio (incluso creo que el otro día una señora escupió al pasar yo a su lado y tenía una mirada de desprecio), y ver que de mi corazón no sale odio, ni juicio, sino justo lo contrario, me nace rezar por todos esos que me han mirado y ya sea para admirarse o despreciarme se les ha hecho presente a Dios.
No sé que más puedo decir. Pues que el Señor es grande y que hace bien la historia. Y si conmigo ha hecho una historia preciosa también los demás, aunque no lo puedan ver, la tienen, hay que estar ahí para recordárselo.
Cada vez tengo más claro que Dios quiere salvarme a través de esta vocación y que esta tarea no la hago sólo, está la Iglesia detrás y mi comunidad con la que vivo la fe.
Para acabar sólo quiero animar a los jóvenes que estáis leyendo esto: ¡No tengáis miedo! No tengáis miedo a abriros al amor de Dios, a aquello que pensó para vosotros, aquello con lo que alcanzarás aquella felicidad que a lo mejor buscas en el mundo y éste no te lo da.
Te aseguro que una vez pruebes el amor de Dios en tu vida, sobre todo ahí donde ni siquiera tú mismo te quieres y, a pesar de tus dudas, caídas y pecados, te volverás a levantar y seguirás buscando a Dios pues después de gustar su amor no querrás otra cosa.
Pablo Andreu Gallego
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